Sobre lo transitorio - Águeda Pereyra

Hay un texto freudiano que me gusta particularmente, titulado “La transitoriedad”. Ahí, Freud comienza relatando la siguiente escena: iba caminando por la campiña una tarde de verano, junto a un poeta que mientras admiraba la hermosura de la naturaleza que los circundaba, expresaba su preocupación por el hecho de que “toda esa belleza estaba destinada a desaparecer, que en el invierno moriría, como toda belleza humana y todo lo hermoso y lo noble que los hombres crearon o podrían crear”. Frente a lo transitorio, frente a esta condición absoluta de la que nada ni nadie está excluido, hay quienes, como el poeta, expresan un “amargo hastío del mundo” que les impide disfrutar de lo que de antemano saben perecedero, hay otros que “se rebelan contra esa fatalidad”, negando, no queriendo admitir que todo lo bello de nuestro mundo esté destinado a morir.
Ante a estas dos posiciones, Freud ofrece una tercera: de ninguna manera niega la generalidad de lo perecedero, pero tampoco recae por eso en un pesimismo desvalorizante del mundo. Por el contrario, la transitoriedad de lo bello de algún modo lo torna más valioso: hay algo en ese límite, en esa finitud, que no empaña su regocijo, sino que torna lo bello más apreciable, sentencia.
Cómo me convertí en una persona mayor es, quizá, la pregunta que lanza el acto de la escritura. Cómo, de qué modo llegamos a ser viejos, qué hicimos con el tiempo, qué hizo el tiempo con nosotros. Hay un gesto interrogante que insiste en el texto y empuja a la narradora a sumergirse en un mundo íntimo pero a la vez extraño, personal pero a la vez colectivo, propio y sin embargo, por momentos, impropio.
Berjman escribe: “Veo a las madres jóvenes marchar con los cochecitos de sus bebés, como hoplitas griegos con sus lanzas. Caminan con determinación y soberbia. Creen llevar el destino de la humanidad en el cochecito. Y si no fuera así, si se dieran cuenta de la transitoriedad de ese momento de esplendor, ¿acaso podrían defender tan infatigablemente el territorio? Las miro con envidia. Quisiera volver a ese estado de ignorancia en el que creíamos que todo despendía de nosotros. Vuelvo a preguntarme, ¿cómo pasaron estos años sin darme cuenta?”
La interrogación se multiplica y discurre entre recuerdos, diálogos, reflexiones, datos estadísticos, lecturas: un collage conformado por fragmentos caprichosamente dispuestos. En ese discurrir tan parecido al procedimiento de la asociación libre se va tejiendo esta crónica que por momentos es confesión, pero también manifiesto y acaso ficción. Pienso en el modo en que la narración, el acto de historizar, va armando una identidad, una reapropiación del sí mismo, pero también cómo esa misma narración nos permite a veces extrañarnos de nosotros mismos. Y la función del desconocimiento, en el texto, opera como una pura potencia.
Un poco sobre este juego entre reconocerse y desconocerse escribe Amanda Berenguer en un poema que me gusta mucho, donde también insiste la pregunta sobre el tiempo, donde también esa pregunta es formulada por una mujer; cito un fragmento: “Y ya no sé / Cuántos años tengo -aunque a veces / Tomo conciencia – me miro en el espejo / me miro / Y siento que esa no soy yo”.
Cómo me convertí en una persona mayor es un texto que interpela al lector, lo sacude, lo emociona, lo hace reír. Porque el humor es el recurso que, por excelencia, aparece como tratamiento para alivianar algo de la tragedia, de la pérdida, de lo perecedero. El humor es también un desvío contra la solemnidad y el moralismo que indica qué debe esperarse de una persona mayor.
El psicoanalista Jorge Alemán escribió alguna vez: “La vejez es sin duda una suerte de naufragio”; y sostiene que el biopoder reduce la vejez al puro déficit, a la nuda vida sin la virtud de lo político, quitándole voz en las discusiones sobre la igualdad y la justicia. El autor combate esta idea que segrega al viejo por fuera de la polis para afirmar que “el arte de envejecer, paradójicamente, es el arte de gobernarse a sí mismo en cada gesto y transmitirlo a lo común”.
El libro de Berjman reflexiona sobre los dispositivos que reducen al viejo a una carga parasitaria, reflexiona sobre la indiferencia social, sobre la ilusión de la eterna juventud que lleva al viejo a camuflarse de joven, a ocultar las marcas que los años imprimen en el cuerpo. Berjman reflexiona y discute, y en ese sentido revela también su potencia política.
Si el capitalismo nos entrega a un ritmo acelerado, vertiginoso, con sus mandatos de eficiencia y productividad, con sus imperativos que nos empujan a aprovechar el tiempo, a no perder el tiempo, la vejez puede habilitar nuevos modos de habitar el tiempo.
Cito: “De ahora en más, me voy a regir por el tiempo y voy a dejar de lado mi edad cronológica. Como los gatos, haré lo que mi cuerpo permita y cuando ya no pueda subirme a los armarios, me voy a quedar quieta amodorrada, durmiendo en el sofá”.
“Lo que el cuerpo requiera para su salud, para su descanso, para su recuperación. Estar bien en sí y disfrutar cada momento de brisa en el cielo vasto de una amplia azotea con el aire que viene del mar”, escribe Roberto Echavarren en Veneno de escorpión azul, un largo poema que opera como un acto de resistencia. Como el texto de Berjman, como eso vital que en la vejez insiste con una terquedad ingobernable.