Los hijos imperfectos de Luciana Jazmín Coronado por Nahili Jarkovsky

Los hijos imperfectos
Ya eres parte de todo en otro reino, el Reino de la Perduración y la Unidad, estás en el eterno presente que huye, que se consume y que no cesa, y podrás ser por fin el nombre y lo nombrado.
Olga Orozco
Si todo final como estadío es inherente a los procesos de la creación, ¿por qué sólo nosotros —y no otros reinos— le tememos a la muerte? Como dicta el génesis bíblico, “en el principio era el Verbo”. Nos depositan en un mundo recién parido sin explicación; solo se nos entrega este mandato: Ahora abre la boca, / ya verás qué hacer con el lenguaje. Todo es incierto y, sin embargo, una pequeña voz nos sugiere echarnos a andar, sin más cuestionamientos. Aquí el dilema que atravesará todo el libro: ¿Por qué el creador me arrojaría a este mundo, desprovisto de memoria? Aquel Ojo que, al dármelo todo, / me ha dejado a la intemperie. Así, estos versos de Luciana Jazmín Coronado se van poblando de presagios y cada uno irá anunciando los siguientes: la creación es perfecta, pero esconde un destino inexorable: llegará un fin de los días. Mientras se moldean imágenes sutiles —y en apariencia, inconexas— de la naturaleza, el ritmo va trabajando sobre el lector como la hipnosis, hasta llevarlo a una atmósfera cargada de incógnitas apocalípticas, en donde a través de cataclismos se entrevera una posible redención: recuperar la belleza. La máxima atribuida a Hermes Trismegisto versaba: “Lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo, para realizar el milagro de la Cosa Única”. La voz que pronuncia cada poema goza de claridad y sin embargo escapa a los márgenes de la definición; busca reconocerse a sí misma cambiando de forma a medida que se mueve y avanza. Tal como los hechiceros, va tomando cuerpo en minerales, plantas, animales, descubriéndose como reflejo de otro elemento, sea una piedra, una flor, una nuez, una hormiga o una crisálida, y al mismo tiempo como espejo de otra Cosa aún mayor. Caminamos a ciegas renegando del nombre otorgado, negamos una identidad más amplia relegada dentro de la propia: Quieres otro nombre / y no esa mancha de nacimiento / que te elegimos. Pero una segunda voz emergerá como el coro de un ditirambo, desdoblamiento de la primera, hablando el idioma de los ángeles o de los niños, para guiar el retorno definitivo: la salida del laberinto de la fragmentación humana, tan antigua como su caída. Cuando nos extraviamos, comenzamos a correr sin detenernos: cuando huyes de algo / no hay lugar adonde ir. En un instante y sin aviso, tras aceptar el miedo que trae consigo toda muerte y renacimiento más allá de la desesperación y del deseo, resurge la memoria de nuestro origen, el recuerdo de Dios en nosotros. Luego, todo es renuncia y espera. Se anticipa el desierto de un completo exilio, si bien solitario, siempre amparado por crías de ángel a la intemperie. La nueva morada que nos sugieren estas líneas no parece un páramo concreto en la materia sino un estado del ser que se revela en la oscuridad. Solamente la sombra nos prepara para su advenimiento. En medio de la devastación, estos ángeles irán dejando señales que las almas, alzando vuelo, podrán ver: hemos esparcido migajas / para las aves del último retorno. Aquello que maduró en nosotros no puede demorarse más en caer: la inminencia de lo inédito llegará en un tiempo exacto, e irrumpirá sobre todo lo que nos resulte conocido, como limbos, sobre los azulejos. Se prepara una tierra virgen para quienes estén dispuestos a la renuncia. Es que no hay lugar seguro en donde resguardarse de lo inevitable; lo único a lo que asirse es al desarraigo. Entonces, ¿qué secreto subyace en los seres vivientes que, llegada su hora, logran celebrar el fin de las cosas / como un animal abierto a la lluvia? Al final de los últimos fulgores —como diría Orozco—, estas voces que vienen de lo alto nos pronunciarán un último rezo: invocar la pureza y aceptar la impermanencia. Solo resta contemplar lo que se desvanece, igual que se contempla la belleza: como un testigo de fe. En Los hijos imperfectos acaso se vislumbra una sola certeza: nada nos pertenece. ¿Pero por qué imperfectos? La mancha de nuestra era es el olvido de nuestra verdadera condición: hijos de un dios que aún nos continúa creando, de ahí que lo imperfecto sea una percepción parcial de lo no acabado. La creación de Dios, aunque doliente per se, es y seguirá siendo un misterio. Cuando el mundo caiga como una canica a la hierba, ¿qué permanecerá? Quizá el amor, como un canto antiguo en la garganta.
Nahilí Jarcovskiy